La cal y el encalado dan forma a la exposición colectiva e intervenciones urbanas ‘Cal. Rito, memoria e identidad’

El pasado 31 de julio se inauguró en el MAC la exposición colectiva ‘Cal. Rito, memoria e identidad’. Este proyecto, comisariado por Juan Francisco Rueda gira en torno a la importancia de la cal y el encalado en la cultura y el imaginario de los pueblos blancos, como Genalguacil
En esta ocasión, se revisa la Colección Genalguacil Pueblo Museo, en conformación desde 1994, seleccionando obras que han tratado asuntos como la propia liturgia del encalado o el blanco como identidad. Asimismo, se han incorporado a la colección de esta institución obras específicas creadas por José Luis Valverde y Antonio Blázquez. Precisamente, Blázquez es el encargado de realizar sendas intervenciones pictóricas en el espacio público, usando como pintura la propia cal. Estas intervenciones se sitúan en fachadas de las calles Encarnación y San José, aludiendo, desde la sutileza y lo metafísico, al propio proceso del encalado. Blázquez encala esas fachadas dejando reservas del blanco viejo, que asume formas como la escalera, que se usaba para poder pintar las plantas altas, o elementos perdidos por mor del paso del tiempo, como los números de las calles. De este modo, la presencia se hace efectiva desde la ausencia y los viandantes se percatan de esas intervenciones mediante el hallazgo.




Las obras que conforman Cal. Rito, memoria e identidad establecen diálogos entre ellas, tanto cruzados como de un modo secuencial, de tal manera que, como si de un efecto dominó se tratara, tanto por cuestiones de fondo como formales, una pieza nos conduce a la siguiente.
El conjunto expositivo recorre distintos registros y tonos, desde el estudio científico y conceptual de los distintos blancos de las paredes de Genalguacil, que realizó Jesús Palomino evidenciando los matices que adquiere el blanco –la apariencia cambiante- en relación a la orientación de las casas y los factores atmosféricos, hasta lo poético y evocador de otros proyectos, como los rostros de vecinos con texturas de paredes, conjunto fotográfico de David Gómez que revela el profundo vínculo entre el pueblo (el marco urbano, las casas) y el paisanaje, los habitantes: la piel de los vecinos es la piel del pueblo y viceversa –de hecho, “pueblo” se entiende tanto como espacio físico como habitantes de él-. Las texturas, grietas e imperfecciones de las blancas paredes se confunden –o se deslizan metafóricamente- con la piel y las arrugas de muchos de esos vecinos. Precisamente por ello, no podemos dejar de relacionar esas fotografías de Gómez y el cartel de los blancos genalguacileños de Palomino con los calcos o frottages de Raquel Serrano (se muestra por primera vez el conjunto completo), en los que transfiere las paredes de las casas genalguacileñas a enormes papeles, originando una suerte de dobles; es una serie que, entre otras cuestiones, habla justamente de la piel, de la dermis del pueblo que puede devenir evocaciones paisajísticas.
Se discurre, también, desde el estudio antropológico y etnográfico al meramente plástico, aunque todos ellos atravesados por una profunda emotividad. Así, los testimonios orales de las vecinas del pueblo, recogidos videográficamente por Blázquez, acaban siendo un material de extrema importancia para fijar asuntos relativos al género –“antes sólo pintaban las mujeres”-, a las costumbres, al progresivo abandono de la cal en favor de la pintura -“ya no se pinta con cal”- o a la añoranza de un pueblo totalmente encalado, ya que la pandemia ha imposibilitado la celebración de las fiestas en los últimos años (se encalaba para la celebración del patrón) y –cómo no- por la ausencia de vecinos que han abandonado sus casas por mor del despoblamiento. Como espectadores, se hace difícil permanecer impasibles al caudal emotivo de esos testimonios. Por otro lado, las palabras de las vecinas nos exponen claramente la potencia de la cal en el imaginario, ya que se sigue hablando de encalar aunque, cada vez más, se use pintura plástica en lugar del ancestral material. Emoción y sobrecogimiento trasmina la inmersión plástica en el encalado y singular cementerio de este pueblo, gracias a la potentísima pieza pictórica de José Luis Valverde. El pintor, en busca de inspiración, fijó sus ojos en cómo la cal se convierte en protagonista en el camposanto de Genalguacil: si la cal es limpieza y regeneración, en este rincón del valle del Genal, el recuerdo y el cuidado de los difuntos se alían con la blanca cal.






La exposición se constituye en un mosaico de la trascendencia y presencia de la cal. La memoria está sistemáticamente enunciada en muchas de las obras. La cal asoma como una suerte de billete para viajar y para conectar generaciones, absolutamente vinculada a ritos de paso y fechas centrales en el calendario de Genalguacil, como es el día del patrón (San Pedro Mártir de Verona, 29 de abril) y procurando un léxico local en torno a esta práctica. Esta dimensión lingüística la encontramos en el vídeo de Blázquez, que profundiza en la palabra “palomino”, que se emplea en este pueblo para aludir a los errores en el proceso de encalado, a diferencia de otros enclaves en los que se usan otras (santo, señorito o mentira), así como se recogen expresiones y conceptos relacionados con esta actividad, como fogar, desfogar, terrones de cal o encalar –la riqueza léxica o de metalenguaje es palmaria, ya que en otros lugares se usan palabras como enjabelgar, capancalá o blanquear, palabra esta última que acaba siendo un sinónimo de encalar-. De un modo intertextual, Blázquez traslada algunas de las expresiones, la oralidad y las microhistorias que comparten las vecinas en el vídeo a soportes como fragmentos de pared de una antigua escuela abandonada. Aquellas paredes, que contuvieron las voces de distintas generaciones, sirven ahora para perpetuar la voz del pueblo.
El rito del encalado se aprecia en otras obras, como el vídeo en el que Antonio R. Montesinos documenta a Antonia La española fogando (desfogando) la cal; es decir, convertir las piedras de cal en material para pintar mediante la progresiva y cuidadosa incorporación de agua. Ante ese vídeo asumimos estar ante un documento de relevancia etnográfica, despertando la sensación de que es un rito, desgraciadamente, llamado al desuso y olvido.
La identidad es otro asunto esencial. El blanco del caserío es un concepto o una característica medular de la arquitectura vernácula andaluza. El vídeo de Javier Artero nos enfrenta a una blanca casa a lo largo de 24 horas, deviniendo ese ejemplo de arquitectura popular, elemental y precaria, en suerte de monumento que, con porte heroico, se conserva a pesar del paso del tiempo. Las fotografías de Montesinos ilustran, por su parte, cómo el blanco de la cal, la forja o las tejas marcan identitariamente los pueblos sureños y cómo estos rasgos son asumidos por la industria hotelera de la Costa de Sol para vender una experiencia auténtica de lo andaluz.
Cal. Rito, memoria e identidad pretende que la luz que desprende la cal no sólo deslumbre, sino que ilumine la riqueza de una actividad como ésta y su capacidad para (re)conocernos.
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