Paisaje

Genalguacil vuelve a convocar, casi a invocar, sus Encuentros de Arte, frente al miedo y la incertidumbre traídos por el virus
Aquella mañana tocaba el almuerzo en un pequeño restaurante que no sé si sigue abierto junto al ultramarinos del centro del pueblo. Porra, ensalada o ensaladilla rusa de primero; filetes empanados, albóndigas o pescado a la plancha de segundo y una sandía enorme o café a término. Había viandas para doce o trece personas y éramos más de veinte. Cuando la cocinera vio el plan y compartió tímida su preocupación, el artista Fito Conesa se puso de pie sobre la silla, abrió los brazos en cruz y anunció solemne: «Que den comienzo los Juegos del Hambre». Claro que allí se pasa casi de todo, menos hambre. Una vecina trajo un perol de barro con ajoblanco, otra arrimó carne guisada y gazpacho y otra más ofreció empanadillas, cerveza fría y patatas a lo pobre. Algo así es normal en Genalguacil, donde puedes cerrar la puerta sin echar la llave, merendar rosquillos caseros en casa de Antonia La Española y esperar a la caída de la tarde en la cooperativa de castañas donde cobra forma una escultura de madera, una instalación o alguna otra pequeña maravilla que luego se quedará a vivir en el pueblo. También eso ha ido cambiando con el tiempo, puliéndose, ajustándose al paisaje desde las primeras y rotundas intervenciones colocadas como paracaidistas extraños hasta las últimas propuestas integradas sin estruendo, casi camufladas de pura empatía con el lugar.
Es una de las evoluciones más sutiles y cruciales que ha vivido este pequeño pueblo de apenas 400 habitantes que ha hecho de sus Encuentros de Arte un arma eficaz y valiente contra el olvido institucional, la despoblación y la desesperanza. Una cita que esta semana han vuelto a convocar, casi a invocar, frente al miedo y la incertidumbre traídos por el virus. Y así, después de 25 años, de aquellas primeras ediciones queda una huella urbana que ha ido dando paso a una mirada más igualitaria, menos invasiva, más atenta al entorno natural, arquitectónico y sentimental de este pequeño rincón maravilloso. Allí, cada dos veranos, un grupo de artistas convive con los vecinos del pueblo durante quince días y realiza una obra que luego queda para el patrimonio local . En los años alternos, de un tiempo a esta parte, organizan propuestas culturales como el proyecto ‘Forjando identidades’ que esta semana ha traído dos nuevas barandillas de Tamara Arroyo, colocadas en el apeadero de autobuses al principio de la calle Real, donde al fondo esperan las vasijas de Fernando Renes y a la vuelta de cualquier esquina te sorprende uno de los balones ‘empeñados’ por Miguel Ángel Moreno Carretero en la reja de una ventana o el pico de un tejado. Sólo que esos balones que casi siempre parecen gastados y pinchados no son balones, sino esculturas de cerámica que Miguel Ángel realizó en una de las aulas del colegio donde apenas estudian un puñado de niños.
Y esas obras, como las persianas pintadas por José Medina Galeote o las cerámicas en el suelo de Paloma de la Cruz, dan cuenta de la capacidad de evolucionar sin perder su esencia, de la vitalidad envidiable que mantiene la apuesta de esta pequeña localidad por la plástica contemporánea, destilada en los últimos años hacia una manera de entender esa relación entre el arte y el pueblo desde la igualdad y el respeto, algo que no pueden decir muchas grandes urbes del planeta. Quizá (también) por eso, cuando uno está en Genalguacil, cree que está en otro mundo.
Antonio Javier López para el DIARIO SUR
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